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Día de entrevistas

MicrófonoOs traigo hoy un par de entrevistas que me han hecho mucha ilusión. En ellas podréis descubrir muchas más cosas sobre mi faceta como escritor y sobre el proceso de creación de La sangre de los Farkas.

La primera de ellas me la ha hecho Zeno para su blog Lo que leo y punto. Muchas gracias Zeno por tu amabilidad. Podéis leerla aquí

La segunda de ellas me la ha hecho Alberto, del equipo del Magazine literário De Lectura Obligada. Tenéis el enlace aquí

Espero que disfrutéis de la lectura de ambas. Espero comentarios


Sinopsis de la novela

¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para proteger a una hija?

Decididos a cambiar el rumbo de sus vidas, el crítico gastronómico Ron Olson y su hija Kate abandonan la ciudad donde residen para trasladarse a Shilton, pequeño pueblo pesquero de la región de New Landas. Allí, entre frondosos bosques y cercana al mar, se levanta la vetusta mansión de su abuela Mariela, lugar donde Ron pasó gran parte de su infancia. Pero ahora, todo parece distinto. A través de sus largos pasillos, en la cúspide de sus buhardillas o en las entrañas del subsuelo, una malsana presencia permanece al acecho…esperando. Esperando el momento. Un pequeño librito azul, abandonado bajo el polvo en un húmedo sótano, guarda un terrible secreto ¿Qué se esconde en el oscuro caserón de los Farkas?

La sangre de los Farkas, la primera novela de José María Lluch, constituye un claro acercamiento al gótico contemporáneo. Dura y áspera en ocasiones, bucólica y contemplativa en otras, aunque siempre terrorífica y llena de misterios, la novela te conducirá sin tapujos a los más recónditos abismos del alma humana.


François Vatel, el corazón y la espada

Hoy me apetece contarles algo sobre François Vatel, el primero de los grandes cocineros que vio la humanidad. Nos situamos a mediados del siglo XVII, en la Francia del Rey Sol. Vatel sirvió como cocinero en el Castillo de Chantilly, exactamente su cargo era el de “controlador general de la boca del príncipe de Condé”. Allí, sus fastuosos banquetes llegaron a ser legendarios. Se creó una enorme reputación dentro de la alta sociedad francesa, que caía rendida a sus pies.

En el año 1671 se le presentó un enorme reto, organizar los festejos en honor del Rey Luis XIV. Anfitrión y cocinero, Vatel tenía ante sí la prueba que tanto tiempo había estado esperando, la que podía encumbrarlo definitivamente al Olimpo de los dioses culinarios. Obsesivo y puntilloso hasta límites insospechados, Vatel tuvo que lidiar durante tres días con miles de invitados venidos de todos los puntos de Francia. Perdices, faisanes, confituras, asados variados, frutas, dulces, salían entre gran jolgorio de la cocina de Vatel. Un ejército de sirvientes ejecutaba aquella sinfonía de manera maestra. A estas alturas, Vatel llevaba casi tres días sin dormir. Metido en aquella vorágine, el anuncio por parte de uno de sus colaboradores de que el pescado no había llegado a tiempo desquició a Vatel profundamente. Abatido, se refugió en su cuarto. Allí cogió una espada y, ayudándose de la puerta, se lanzó una y otra vez hasta que consiguió rebanar su corazón. No pudo superar el fracaso, aunque hay quien dice que aquello solo fue la gota que colmaba el vaso, que la verdadera razón fue un hondo desamor. La cruel broma final de todo aquello es que los comensales salieron encantados de la celebración.

En la actualidad, pasados más de trescientos años, Vatel se ha convertido en uno de los máximos exponentes de la cultura gastronómica francesa. De él ha quedado un amplio legado, como por ejemplo la Exquisita crema Chantilly o su pasión desmesurada por la cocina, hasta el punto de elevarla a una categoría que antes no tenía.


«Los lunares de Arcadio Webster»

“Los lunares de Arcadio Webster”. Un tomo encuadernado en auténtica piel humana que el escritor fue pacientemente esquilando de sus vellosas extremidades durante más de media vida. En su interior el autor realiza una crónica descriptiva acerca de la evolución de las pecas y lunares que pueblan todo su cuerpo a lo largo de varias décadas. Llega la descripción hasta el punto de establecer distintas categorías y tipologías de pigmentos, clasificación que ha llegado a ser utilizada frecuentemente por ilustres dermatólogos modernos.


Lee el primer capítulo de la novela. Comienza la aventura…

DARK WINDOWCAPITULO I. SIN LUZ

Se constriñe el alma. Se hiela. Resulta difícil definir el terror atávico que sufre el ser humano ante una oscuridad no esperada. El pulso se acelera y el sudor frío se perla por todos los poros. Aquel pozo húmedo y putrefacto, en el que apenas se vislumbraba el soplo de luz agónica de un foco que se consume, trajo de repente a mi mente el ancestral horror a la nada. La nada consciente, la ausencia de los sentidos. Sólo tú y tu templanza. Es en ese momento cuando se la juega tu cordura, cuando se tensa con más intensidad ese fino hilo que te separa de pasar el resto de tus días en un psiquiátrico.

Tras unos segundos de desconcierto, traté de recuperar mi estabilidad perdida. Junto a mí agonizaba la linterna, chasqueando pequeños chispazos de luz que acabaron por extinguirse. La agarré palpando el suelo y traté de reanimarla agitándola varias veces. Enseguida tuve que darme por vencido, ya que probablemente la caída había roto los filamentos de la bombilla y la linterna no iba a volver a encenderse. Tendría que intentar seguir a oscuras, justo aquello que más me había preocupado antes de bajar, si es que se le puede llamar bajar a la caída libre que acababa de sufrir. Advertí cierta humedad en el mentón, bajo las muelas de la parte derecha de mi rostro. Al tocar con mis dedos, noté una fuerte laceración de dolor. No cabía duda de que aquel líquido espeso que corría cuello abajo era sangre. El salado sabor a hierro oxidado que experimenté al chuparlo lo corroboró. No sé en qué momento de aquella larga caída me había golpeado. El hoyo era tan estrecho que podía haber sido en cualquier pared. Sólo deseaba que aquello no pasara de ser una magulladura, aunque el malestar era profundo. Al intentar levantarme del suelo sufrí de inmediato otro suplicio infernal, esta vez en el tobillo izquierdo. Volví a sentarme de inmediato y ahogué, no sin gran esfuerzo, un desgarrado grito de dolor que podría haber llamado la atención de aquellos a los que buscaba. Mordí mis labios hasta el punto que parecía que iba a acabar comiéndomelos. No podía permitirme el lujo de perder el factor sorpresa si quería tener alguna esperanza de salvar el pellejo. Pensé que era muy probable que el pie se hubiera torcido al caer. Quizás, en el peor de los casos, podría haberse incluso roto, ya que el simple hecho de apoyarlo e intentar incorporarme me provocaba nauseas de dolor. Era como si un afilado bisturí estuviera raspando el hueso con saña. No intenté de momento volver a levantarme, y comencé a rebuscar en la mochila que llevaba conmigo. Saqué un rollo de cinta aislante, que es lo único que podría servirme. Rodeé el tobillo maltrecho con aquella cinta pegajosa una decena de veces, esperando al menos que le diera cierta estabilidad y con ello se redujera el dolor. Corté la cinta con los dientes y terminé de pegarla al pie dando un par de vuelta más. Me sobrepuse al dolor como pude y me levanté de nuevo. Cojeando como un tullido borracho, traté de continuar hacia delante. Mientras lo hacía, me pareció escuchar una suave música que descendía por el agujero que yo había caído. Aún me encontraba aturdido por el golpe, pero juraría que aquello que sonaba era un violín. Las notas eran realmente melódicas y si hubieran sido manos estarían ahora mismo acariciándome con dulzura.

Apenas podía ver, pero intuía lo suficiente para darme cuenta de que avanzaba por un estrecho y  húmedo pasillo. Notaba el chapoteo sordo de mis pies en aquel suelo fangoso. Tan sólo habría un metro de ancho entre las paredes y tenía que ir apoyándome en ellas debido a mi estado. Aquellos muros estaban recubiertos de un moho que resultaba helado al tacto, sensación que, acentuada por la oscuridad, era muy desagradable. Aparte de mi honda respiración, únicamente podía escuchar un lejano goteo que anunciaba que a aquel angosto corredor todavía le quedaba un trecho.

Tras avanzar costosamente durante unos minutos, terminé por chocar de frente con aquel obstáculo liso y frío. Palpé aquello con la palma de mis manos y deduje que se trataba de una puerta de metal. Había una especie de aldaba sobresaliendo en su lado derecho. Tenía la forma de una gran argolla redonda. La así con fuerza, con la intención de estirar y abrir el portón. Sin embargo, la solté inmediatamente y decidí sentarme un instante, dejando que mi espalda resbalara poco a poco por aquella fría puerta. Necesitaba un momento de respiro. El dolor del pie me estaba matando. Extendí la pierna buscando algo de alivio, aunque solamente logré una ligera mejoría. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba llorando. Nunca debí haber llegado hasta allí. Nunca. Teníamos que haber huido antes de que todo esto sucediera. Pero ya no era momento de abandonar. Tenía que entrar. Tenía que atravesar aquella puerta.


Emile Poe

Emile Poe, sajona de pura cepa. Estaba sentada en el último escalón de la empinada escalera que conducía a la entrada principal de la casa. Se alzó con ayuda de sus muletas de manera presta. Vestía un vestido largo y oscuro de algodón con muy pocos volantes y carente de cualquier decoración, salvo un pequeño delantal blanco a la altura de la cintura. Aunque Emile Llevaba toda su vida sirviendo en la mansión y guardaba una relación especial con la familia, se sentía cómoda con aquel atuendo que recordaba más a otras épocas. Además, el largo del vestido disimulaba su pierna tullida. A Emile le gustaba contar que la había devorado un lobo hambriento un día que, siendo niña, se perdió en el bosque. Sin embargo, todos sabíamos que un flujo sanguíneo deficiente y una infección mal curada se la habían arrebatado apenas cumplidos los treinta. Quedaba ya poco para que cumpliera los setenta, pero conservaba todavía una agilidad esplendida a pesar de su mutilación. Su pelo, recogido en un moño alto, era ya cano, pero su mirada era jovial. Seguramente vital era el adjetivo que mejor describía a aquella mujer. Vital pese a todo, pues su vida no fue nada fácil. Por otra parte era reservada pero confiable, características que resultaban ser muy valiosas para una guardesa.


Marcus Nobson

Tenía aquel hombre cara de pirata viejo, pero no de los que gruñen sino de los que añoran. Blanco y lacio su pelo caía en coleta trenzada por su espalda, como si fuera el abrigo de su columna, y dos grandes patillas peludas poblaban sus mejillas. En el centro del rostro, como pidiendo perdón por estar allí, habitaba una pequeña nariz. Dos ojos vivarachos, de los que han visto mucho, la sobrevolaban. De alzada tirando a recortada y de pasos breves, se movía raudo de estantería en estantería, como una centella. Siempre vistió con cierto desdén, abusando de viejos chalecos raidos y pantalones con camales donde cabían más piernas de las que un hombre puede tener.


«Almas»

“Almas”. Extrañísimo incunable anónimo en el que se describe y categoriza con quirúrgica precisión los miles de almas que existen. Según el autor, podríamos clasificar las almas según sus colores, su vaporosidad, su capacidad de trascender e incluso su sabor. Está repleto de ilustraciones ciertamente alucinógenas sobre formaciones flotantes más o menos antropomorfas que deambulan por bucólicos paisajes. El autor también facilita al final de la obra una pequeña guía sobre como detectar aquellas que vagan libres, incorpóreas y poder atraparlas en pequeños tarros bendecidos.


El arte de los sentidos

Es un debate que pese a no tener muchos años, ya comienza a hacerse viejo. ¿Puede la nueva cocina, o la cocina en general, considerarse un arte mayor? ¿Son los cocineros de la nueva cocina francesa surgida hace una década los nuevos artistas del siglo XXI? Creo que para poder tendríamos que formularnos una pregunta más ¿No atañe cualquier forma de arte a alguno de los sentidos? La esencia del arte es proporcionar placer a los sentidos humanos. Siendo esto así, nadie pondrá en duda que la pintura y la escultura son artes mayores, aunque únicamente dan regocijo al sentido de la vista. La música, el arte por excelencia, reconforta el alma y cambia los estados de ánimo, aunque solo a través del oído. El cine y sus grandes películas, el llamado séptimo arte, del que puedes disfrutar con tu vista y el oído constituye otra gran alternativa artística. La literatura, disciplina artística de gran arraigo, estimula el sentido intelectual, que bien podría considerarse el sexto sentido. Entonces, cabe preguntarse: ¿Puede la cocina competir con estas disciplinas en materia artística?

Veamos. De un plato bien construido, imaginativo y equilibrado, lo primero que disfruta es tu vista. Es la puerta de entrada al placer. Al acercar tu rostro al plato su aroma te invade, incitando al olfato a experimentar perfumes increíbles. Acto seguido llega el momento de probar la obra. Si el cocinero o artista ha combinado los ingredientes adecuados en sus justas proporciones, arriesgando donde debe y mesurando con delicadeza las especias, estallarán un sinfín de sabores en nuestras papilas gustativas, transportándonos a un mundo delicioso, el mundo del gusto. Además, las distintas texturas del manjar serán sabiamente administradas por el tacto de nuestra boca. Salvo el oído, siempre que no tengamos en cuenta el maravilloso chisporroteo armónico de un sofrito en una sartén, todos los sentidos humanos entran en juego. ¿Será entonces arte el asunto del que hablamos?

Comer es una necesidad. Pero disfrutar de la comida, del hecho de elaborarla y saborearla, es la mayor muestra de arte que conozco.